La ira de dios – perro

Deseo relatarles una paradójica historia que viví relacionada con la palabra perverso.

El Diccionario de la Real Academia Española define a dicho adjetivo  como ‘Sumamente malo, que causa daño intencionadamente.  Que corrompe las costumbres o el orden y estado habitual de las cosas. Esta definición no refleja fielmente la fuerza semántica con que el vocablo perverso suele aplicarse, para calificar a las personas que actúan de una manera realmente vil, causando a otros un daño de gran intensidad. No se trata de atribuirle a alguien una maldad pura y simple; tiene que ser una maldad de grueso calibre. Otros diccionarios son en este sentido más precisos. El Diccionario de uso del español de América y España VOX, por ejemplo, dice: perverso, -sa:'(persona) que obra con mucha maldad y lo hace conscientemente o disfrutando de ello: esta rubia venezolana es la perversa protagonista de la nueva telenovela. Que implica o denota perversidad: perversas costumbres; la venganza es una acción perversa; tanto Buñuel como Saura establecen una relación perversa entre la frustración sexual y el deseo’.

El adjetivo perverso forma parte de una amplia familia de palabras,

y todas ellas derivan directa o indirectamente del verbo verter.

Perverso, concretamente, conocida ya desde el siglo XV, deriva del adjetivo latino perversus, que tiene el mismo significado.

 

En mi adolescencia tuve  un perro, al cual le puse varios nombres, para ser mas precisos, tres: Cachirulo Van Gogh. Lo conocì una tarde, cuando paseaba con mi bicicleta por una calle de Hurlingham, llamada Delfor Diaz. Al pasar por la puerta de una casa de dicha calle, salía siempre un perro de color te con leche, flaco, de tamaño mediano a ladrarme. A pesar de los ladridos intuí que no era malo, asi que me empeñè en acercarme a èl, de a poco, y aunque no paraba de ladrarme, pude hacerlo hasta lograr acariciarlo. Asi fue que nos hicimos amigos. Vi un detalle que no me gustò, de él. Tenìa una oreja lastimada, agujereada, tal vez producto de alguna pelea con otro perro. Preguntè en la casa, donde siempre estaba, si ellos eran los dueños, pero me dijeron que no, que el perro solo se quedaba en el jardín de adelante, y  si querìa  lo lleve, pues ellos no se podían hacer cargo del animal. Luego de varios días, volvì a pasar por el mismo lugar, y ya observè que la oreja que antes había visto lastimada, ahora le sangraba bastante. Tomè la decisión entonces de llevarlo a un veterinario, el doctor Lopez, que atiende enfrente de la estación de Hurlingham. En cuanto lo viò, el mencionado profesional me dijo: “Este perro està agusanado. Hay que cortarle la oreja.” Le tirò curabichera en aerosol, en esa zona, y de inmediato, cayeron sobre la mesa plateada, donde atiende habitualmente a los animales, dos gusanos, del tamaño de un centímetro cada uno, aproximadamente. Me dijo el facultativo, que le siga poniendo ese producto, y  me aconsejó mantenerlo en un lugar oscuro y fresco. Lo llevè a mi casa, lo metì en una pieza del fondo, e hice caso de las indicaciones recibidas. Cachirulo, se sacudìa la cabeza, y cuando lo hacìa volaban los gusanos de la herida algunos de los cuales quedaban pegados a la pared de la pieza. Sin embargo, a pesar de todo, de a poco fue mejorando de esta infección, hasta curarse por completo. Es bastante obvio el motivo de los dos nombres que le  agreguè; Van Gogh, por su similitud con el cèlebre pintor holandés, al que le faltaba una oreja, aunque a diferencia de aquel, mi perro nunca fumó en pipa.

Se quedó a vivir en casa, junto a  otro perro que también tenìamos, llamado Titàn, cruza con bóxer, muy lindo, de color atigrado, con una franja de pelo blanco sobre su pecho. Luego de un tiempo me enterè que a Cachirulo, cuando intentò refugiarse en la iglesia Sagrado Corazòn de la calle Delfor Diaz, el cura lo echò a patadas de allì. Tenìa un vecino, a dos casas de la mia, llamado Lino Maldonado, el cual poseía una perversidad inconmensurable con los animales. Una vez, en el terreno lindero a la via, hizo fuego y se reía viendo como se quemaba viva una rata que había tirado allí. Teníamos un gato, que desapareció, y luego de un tiempo, una vecina de mi madre le contó: fue Maldonado, lo mató con la escopeta y se lo comió. A él le gustaba la carne de gato, porque según decía era parecida a la del conejo. A otro gato que tuvimos, lo mató el tren Urquiza, que pasa por enfrente de mi casa, cortándolo por la mitad, y mi vecino se ofreció a enterrarlo. Después nos enteramos que había sepultado solo una de las mitades, y la otra se la había comido.

Una tarde, lo vi a mi perro Titán, con una conducta muy extraña, empezar a temblar, y a correr de un lado a otro, frenético, mientras intentaba con desesperación tomar agua. No sabía que le pasaba, y a los pocos minutos, entró en convulsiones y  murió. Llevamos su cadáver al veterinario, para que nos diga que era lo que le había pasado. Nos dijo, luego de examinarlo, que había muerto envenenado. Luego nos enteramos que en el Hurlingham Club, que  queda en la esquina de mi casa, donde mi vecino Maldonado era petisero, y cuidaba caballos, usaban estricnina, un veneno muy potente que no es biodegradable, para matar a las ratas. Alli ya no tuve dudas, de que mi perro había sido asesinado por mi vecino. Pensamos que le molestaban los ladridos de Titán, por las noches, que ese había sido el motivo. Cachirulo quedó solo, pero pensé que él estaba a salvo, pues luego de que le cortaran su oreja, no volvió a ladrar nunca más. Sin embargo, nuestra tristeza fue inmensa, al salir una mañana al patio delantero de mi casa, y verlo muerto, acostado en el frio de las baldosas. Este hombre cruel, una vez más, había matado a mi otro perro. Increiblemente, mi vecino, tenía también gestos de caridad. Hacía junto a su señora, Doña Juanita, los canelones con estofado más ricos que he comido en mi vida. Y a mi mamá solía dejarle enganchada en la reja de la ventana de adelante, de nuestra casa, por las tardes, una bolsita de buñuelos con pasas de uva. Siempre tuve miedo, de que quisiera envenenarnos también a nosotros, cosa que por suerte no ocurrió. Juré, que el día que muera, iba a orinar sobre su tumba, promesa que no cumplí. La justicia divina, se encargó de vengarme. El hijo de Maldonado, un camionero de cuarenta años, murió de un ataque cardíaco, repentino. Entonces mi vecino enloqueció y a las dos semanas, también murió. Quedó sola en su casa, la esposa, durante varios años, y la veíamos sentada en el porche, ya anciana. Un día mi mamá le preguntó, al pasar por su casa: – “¿Que tal, doña Juanita, como anda? A lo cual, la pobre mujer le contestó: – “Acá estoy, sentada, esperando a la muerte”. Que en un par de años, acudió a su llamado, y piadosamente se la llevó. Esa piedad, que su marido, jamás tuvo, para con ninguno de mis queridos animales, cuyo recuerdo llevo grabado en lo más profundo de mi corazón.

 

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